Violencias que sufrimos desde la perspectiva de las víctimas

Abr 8, 2020

Texto publicado originalmente en Animal Político

“Hijo amado… te prometo:

No me rendiré, no me detendrán…”.

Sucedió en junio, 2013, el día 28 para ser exactos. La declaración del testigo dice que eran las 4 a.m. cuando unos hombres (suponemos que armados) se llevaron a mi hijo de la casa que le servía de oficina y residencia en un fraccionamiento de clase media en el puerto de Veracruz.

Como trasfondo sirve que dé una semblanza objetiva de mi hijo: Luis Guillermo Lagunes Díaz contaba en ese momento con 29 años, ya era un hombre independiente, empresario de eventos en los que también llevaba a cabo labores de DJ (oficio que aprendió desde la edad de 13 años). En ese momento era el DJ más popular de Veracruz. No estaba involucrado en asuntos de drogas, no las consumía ni las negociaba. Lo sé porque lo conozco y porque a la fecha el único investigado a fondo ha sido él. En decenas de declaraciones consta que mi hijo no tenía ningún vicio, y que no se dedicaba a nada ilícito. Lo enfatizo porque ese hecho me hizo creer que mi hijo estaba seguro trabajando en Veracruz. Reconozco que caí víctima del discurso de las autoridades en el sentido de que las desapariciones y homicidios solo les suceden a delincuentes. Este discurso tiene como propósito tanto que confiemos en que el Estado es seguro, como también que la sociedad y las víctimas no deben hacer exigencias de buscar a los culpables ni a las víctimas de dichos delitos. ¿Quién les va exigir que investiguen cuando las víctimas son delincuentes? Caí en el engaño y confiaba en que mi hijo, Luis Guillermo, estaba seguro porque, aunque como todos, con virtudes y defectos, era un joven trabajador, honesto.

Por su trabajo ganaba un sueldo muy bueno que invertía en equipo y vehículos para el negocio. Los delincuentes vieron el producto de su esfuerzo y eso bastó para que lo secuestraran. Pidieron dinero y equipo, se les entregó el rescate pero no lo regresaron con nosotros. Es justo cuando voy a ver al ministerio público (MP) en Veracruz para poner la denuncia y el momento en que mi mundo colapsó: sentí de primera mano lo que es vivir en un país verdaderamente atrasado en temas de investigación e impartición de justicia; yo había vivido en el México de la aparente modernidad y estaba aislada totalmente de la realidad del México violento y despiadado, violencia que hoy en día sigue vigente.

Hace casi 7 años, las oficinas de un MP eran montañas de expedientes empolvados que pronto aprendí estaban llenos de muchas copias de oficios. Oficios que nadie contestaba, y que tampoco estipulaba ningún apercibimiento ni sanción a quien no cumpliera con el encargo que representaban. En ocasiones, con el afán de agilizar la respuesta, fui en persona a entregar muchos de esos oficios, pero al llegar a las oficinas e instituciones a las que estaban dirigidos me decían que no contaban con oficialía de partes y que no sabían quién podía recibir dichos oficios. Pronto me di cuenta que las y los agentes del MP usaban estos oficios para sustituir las diligencias y el trabajo de campo para la investigación de los casos. Aprendí que todo era una cruel simulación, agravada por el hecho de que solo simulaban cuando se enfrentaban a víctimas que parecieran de una clase social “superior” o que contaran con alguna recomendación de alguien “importante”. Con las víctimas humildes no simulaban, para esas solo ofensas y reprimendas. Poco o nada ha cambiado desde entonces pues la atención a las víctimas e investigación de los casos sigue prácticamente igual que antes. A casi 7 años de la desaparición de mi hijo, y a pesar de que he sido incansablemente activa en asistir a las distintas agencias que llevan mi caso, sigo sin respuestas. Es indignante que de más de 300 casos en el colectivo Solecito no haya uno solo que tenga inculpados, ninguno está es proceso judicial. En un país donde la impunidad es de 97% en cifras oficiales, mi hijo es solo uno más en esa cifra oprobiosa. La cadena de la impunidad puede resumirse: no hay investigación de los casos-no se llevan a proceso; en caso de que milagrosamente integren un proceso, el sustento es endeble y el juez lo descarta. Si milagrosamente se logra sentencia, ésta muy rara vez es condenatoria. Los jueces, que son quienes quedan al final de esta cadena, muy a menudo resultan corruptos.

Conocí entonces a la policía investigadora y los vi como lo que eran (con excepciones): personas que -en el mejor de los casos– puede decirse que eran analfabetas funcionales y solo estaban en la corporación para ganar un sustento, o -en el peor de los casos- eran casi analfabetas que eligieron esa corporación como un medio para delinquir bajo el amparo del cargo. En general, las policías están formadas por personas sin vocación, sin preparación; personas que no conocen el respeto a los derechos humanos, insensibles al dolor humano. En Veracruz, al amparo de la guerra al narco, las policías se coludieron con la delincuencia en un maridaje macabro. Decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes fueron desaparecidas por estas corporaciones.

Esos primeros momentos de la desaparición de mi hijo fueron como una explosión de la cruda realidad que impera en México. Este despertar me sacudió sin piedad durante días y aún hoy al recordarlo me estremece. Comprendí de golpe que la libertad y la vida de mi hijo estaban en manos deplorables, deficientes, corruptas. Amargamente asumí el hecho de que, con esas autoridades e instituciones, sería muy difícil, si no imposible, encontrar a mi hijo.

Aun hoy, recordar los primeros tiempos de mi calvario me traen lágrimas a los ojos. Pasaba los días enteros en agencias del MP, policías, instituciones, etc. Esperaba horas para que me atendieran y las autoridades solo mentían, cada respuesta que me daban era una bofetada. Cuánta impotencia sentía, cuánta desesperación. Sentía que me asfixiaba. Regresaba al hotel (la casa de mi hijo era rentada y la entregué a sus dueños) y colapsaba en el piso en un mar de llanto y presa de un dolor tan profundo que hoy me pregunto cómo pude sobrevivir. La desesperación, el terror de pensar que lastimaran a mi hijo, la incertidumbre perenne porque de las personas encargadas de la seguridad de la ciudadanía nadie respondía, nadie hacía nada que pueda acercarnos con el familiar desaparecido. Días aciagos, acorralada en esa vorágine de sentimientos y absoluta indefensión, recuerdo desear terminar con todo, dejar esta vida que se me hacía insoportable, que sin mi hijo y peor aún, sin poder ayudarlo, fallarle tan terriblemente a mi hijo en esos momentos que me necesitaba tanto y por más que me esforzaba, yo no podía ni sabía como llegar a él. Esa vida… yo no encontraba una manera para soportarla. La oscuridad se apoderó de mí, y aunque durante el día yo buscaba a mi hijo frenéticamente, el resto del tiempo era una batalla por mantenerme viva; tenía que vivir, si no era yo ¿quién iba a buscar a mi hijo?

A pesar de mi estado emocional tan atroz, fui aprendiendo que era necesario cambiar este estado de cosas, que había que luchar por visibilizar la tragedia que estamos viviendo, que el Estado no podía continuar siendo omiso, negligente. Que era necesario erradicar la corrupción de estas instituciones; que teníamos que luchar porque nuestros hijos y familiares desaparecidos fueran buscados y encontrados. Haría falta mucho activismo para lograr hacer un frente contundente que desmontara las narrativas engañosas del Estado y colocara el tema de las desapariciones en el lugar que deberían tener en la agenda pública, las desapariciones son el tema principal por ser las violaciones más graves a los derechos humanos. La desaparición viola tres de los principales derechos humanos: la libertad, la vida, y finalmente la identidad.

Fue en mi andar por las distintas instituciones que conocí a varias madres de personas desaparecidas. Eran mujeres que -sumado a la desaparición de sus hijos- llevaban a cuestas dificultades económicas, problemas familiares, de salud, etc. Conocerlas me hizo notar que hasta ese momento yo estaba concentrada en mi misma y en el dolor por mi hijo y así todo revolvía de manera monótona. Me sentí egoísta e inhumana. Me dispuse a acompañarlas y a ser la voz que defendiera y planteara la lucha para encontrar a nuestros hijos. Yo no tenía hijos pequeños a quien dejar en la orfandad si algo sucediera. Así nació el colectivo cuya imagen emblemática surge de la necesidad que en ese momento tenía de salir la oscuridad en que me encontraba, siendo el sol epítome de la luz, tomamos su imagen para que su luz nos alumbrara el camino y nos llevara con nuestros amados ausentes. El colectivo Solecito nació como una respuesta a la negatividad de las autoridades. La ineptitud, la corrupción del gobierno nos obliga a luchar en el peor momento de nuestras vidas, cuando estamos completamente destrozadas. Primero nos falla al no garantizar la seguridad y luego, cuando nos desaparecen a un familiar, nos deja a la deriva. El Estado es nuestro principal verdugo.

En esos momentos la sociedad nos veía como apestados. El discurso revictimizante y falso del Estado es de más fácil consumo que la realidad. Creernos invulnerables porque no somos delincuentes es más tranquilizante que creer que las autoridades mienten. Durante las marchas nos gritaban insultos muy dolorosos que aguantamos estoicamente. Hoy, con nuestra dedicación y esfuerzo en la lucha por nuestros hijos hemos logrado respeto e incluso solidaridad de parte de la gente.

Cuando empezamos nuestra batalla sabíamos que nos jugábamos la vida, pero no teníamos opción. En una ocasión, al salir del predio de Colinas de Santa Fe, lugar donde hacíamos búsqueda forense, nos esperaban hombres que nos encañonaron con armas largas. En una vagoneta íbamos 18 mujeres. A toda velocidad nos alejamos de ahí, seguimos hasta un punto que consideramos seguro y platicamos del incidente. Les expliqué a las compañeras que no quería arriesgarlas, que ellas no tenían que seguir trabajando en la búsqueda, pero les hice saber que yo continuaría a pesar de todo. La respuesta de ellas fue unánime: “no te vamos a dejar sola, vamos a seguir buscando a nuestros hijos, hasta encontrarlos”. Nuestro esfuerzo en Colinas de Santa Fe resultó en 298 seres humanos que después de años en la cruel e inhumana clandestinidad de esas fosas, finalmente pueden regresar con los suyos.

A raíz del incidente que acabo de narrar decidimos establecer un discurso que reconozco no es sincero. Como protección, quizás ingenua, a nuestra integridad, y a falta de protección real por parte del Estado, en conferencias de prensa y entrevistas acostumbramos a asegurar que “no buscamos culpables” con el propósito de que los perpetradores nos dejen buscar a nuestros desaparecidos, sin atentar contra nosotras. Es desgarrador que en nuestro caso hasta mencionar la justicia nos es vetado. Solo nos queda soñar con que algún día sea posible poner esa palabra tan añorada en nuestros labios, que logremos que se convierta en realidad lo que hoy parece una amarga fantasía.

La violencia inherente a las desapariciones es continuada, la tortura perpetua de no saber de nuestros familiares, no saber si vive o no, qué horrores inenarrables sufrió, no conseguir respuestas de las autoridades…vemos pasar el tiempo con este vacío aterrador, implacable… y un dolor inmitigable que habitará en nosotras hasta el final.

A pesar de todo, seguiremos férreamente en la lucha ¡HASTA ENCONTRARLOS!

¨Todo mi amor, todos mis días

Van por ti, hijo adorado.

Toda mi vida, ¡va por ti!

* Lucía de los Ángeles Díaz Genao es fundadora y directora del colectivo Solecito de Veracruz (@SolecitodeVer).

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