Las piezas olvidadas del rompecabezas: deconstruyendo hipótesis sobre la alta tasa de homicidios en México

Abr 30, 2020

Cecilia Farfán Méndez
Texto publicado originalmente en Animal Político

En estos días donde la pandemia y sus efectos acaparan la atención de los ciudadanos, debo confesar que he desarrollado cierta envidia profesional a los epidemiólogos. Dudo que la primera pregunta que les hagan sea si han visto la película “Epidemia”, como nos ocurre a las y los especialistas en violencia con la serie “Narcos”.

Desde mi trinchera observo un fenómeno fascinante y trágico. A raíz del COVID-19, en México estamos teniendo un debate intenso. La ciudadanía quiere estar informada. Sin exagerar, es un tema de vida o muerte.

Me pregunto, como lo ha hecho mi colega Catalina Pérez Correai, ¿por qué no puede ser así el debate sobre la violencia en México?

Imagina a Francisco, un hombre de 24 años. Francisco lleva desaparecido tres días y su familia teme por su vida. Si te pregunto por qué desapareció Francisco, ¿qué dirías? Si te digo que Francisco es de Sinaloa ¿cambia tu respuesta? ¿Sería diferente si fuera de otro estado, como Yucatán? Y si también te cuento que es una de las miles de personas desplazadas por la actividad ilegal minera del sur del estado y ha reclamado servicios básicos como vivienda, ¿cómo explicarías su desaparición? ¿Y si en vez de ser un desplazado en Sinaloa te digo que su comunidad indígena fue desplazada en Guerrero? ¿Y si no se llama Francisco y se llama Francisca? ¿Y tiene 11 años en vez de 24? ¿Qué explicación le darías a su familia?

El caso hipotético de Francisca pone en evidencia el mito fundacional de la inseguridad en México que explica el incremento de la violencia como resultado de conflictos entre grupos criminales, principalmente dedicados al narcotráfico, y desatada por Felipe Calderón.

La prevalencia de esta narrativa es, primero, un atajo intelectual que durante 13 años le ha servido a la institucionalidad y a la ciudadanía para explicar los homicidios en México: se matan entre ellos. Más aún, el caso de Francisca también arroja luz sobre las violenciasii (sí, violencias en plural) que vivimos en México y que no están necesariamente vinculadas con el crimen organizado. Esto no implica que los conflictos entre grupos criminales y de grupos criminales con el Estado no hagan parte del rompecabezas de la violencia en México, sino que son sólo algunas de las piezas. A continuación, presento dos más que considero deberían ser centrales en nuestro debate.

Los arrestos de los “líderes” y el miedo de estar en la vía pública

Cada vez que se arresta a un supuesto líder de una organización criminal se asevera que representa un “golpe certero” al grupo en cuestión. La ciudadanía ahora puede dormir más tranquila porque un capo ya no está en las calles y su organización ha sido “desarticulada”.

Esta noción es cada vez más rancia. Por un lado, ignora las distintas estructuras de los grupos criminales y el proceso de adaptación que han tenido como respuesta a la estrategia de decapitación, y por otro, soslaya las verdaderas preocupaciones de la ciudadanía sobre la inseguridad.

Durante nueve años, la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) nos ha dado evidencia clara para entender cuáles son los miedos que tenemos las y los mexicanos. La entregaiii más reciente de la ENVIPE arroja datos importantes que rara vez son reportados en los medios por carecer de la fascinación con “lo narco”iv. Más aún, nos da un panorama general sobre las percepciones y experiencias de la población en materia de seguridad y, de forma simultánea, nos permite acercarnos a lo que ocurre a nivel estatal.

Por ejemplo, en el 32.2 por ciento de los delitos estimados en 2018 donde la víctima estuvo presente los delincuentes portaban un arma de fuego. No obstante, a pesar del problema innegable que representa la importación ilegal de armas de fuego de Estados Unidos hacia México, los estados de la frontera norte (Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas) no son los que reportan mayor portación de armas en delitos donde la víctima estuvo presentev. Más aún, aunque en ciudades como Reynosa, Laredo y Tijuana la ciudadanía reporta disparos frecuentes cerca de su viviendavi, esto ocurre con menos frecuencia en Mexicali, Nogales e incluso Ciudad Juárez. Este dato expone como incluso los diagnósticos a nivel país (la disponibilidad de armas) deben complementarse con información granular (dónde se utilizan las armas para cometer delitos contra la ciudadanía).

De acuerdo con la ENVIPE 2019, donde sentimos más inseguridad es en el cajero automático, en la vía pública, en el banco y en el transporte público. Nuestro temor principal es claro: no queremos que nos despojen de nuestro patrimonio. Tal vez la persona de a pie no esté buscando un encuentro con el “Mayo” Zambada o con Ovidio Guzmán, pero la inseguridad que sentimos en nuestro día a día no es resultado directo de las acciones de “los grandes capos”.

La desconexión entre la narrativa oficial de las acciones que nos brindan seguridad (los arrestos de los líderes) con nuestros temores (viajar en transporte público) impacta la agenda pública de manera tangible. Como lo ha estudiado Vidal Romerovii, la desconexión se traduce en un problema de distribución de recursos limitados y si se atienden —o no— las necesidades de la ciudadanía en la prevención y reducción de la delincuencia. Como lo apunta Romero, a 13 años de la “guerra contra las drogas” lo que tenemos es un énfasis desproporcionado de presupuesto y atención a crimen organizado, en detrimento del crimen ordinario. Es decir, nuestra inseguridad en la vía pública no será resuelta con más despliegues de las fuerzas armadas y anuncios con bombo y platillo de la extradición más reciente.

Lo anterior no supone que abandonemos una estrategia que contenga y limite el crimen organizado, pero sí repensar cómo se utilizan los recursos humanos y materiales en la prevención del crimenviii. Y de ahí la importancia de entender cuáles son los problemas de violencia a nivel local.

La perspectiva local y el deterioro del tejido social

En México ya tenemos la triste tradición anual de hablar del “año más violento del que se tiene registro”. Después de que se publica el número total de homicidios en el país, los análisis con más detalle hablan de la variación que existe en la tasa de homicidios entre las entidades federativas y durante algunos días unos cuantos nos preguntamos por qué en Yucatán la tasa es tan baja. Y así hasta el año siguiente cuando México esté una vez más en el top diez de las ciudades más violentas.

Pero en un país con cerca de 130 millones de habitantes, las historias de violencia no pueden reducirse al número anual de asesinatos. Las personas que buscamos incorporar la perspectiva localix al debate de seguridad insistimos en los impactos diferenciados que tiene las violencias en los distintos grupos poblacionales. Es decir, las violencias que vive una mujer en un contexto rural serán distintas a la de un adulto mayor en un contexto urbano. Francisca de Mazatlán, Sinaloa, vive otra realidad a la de Francisco en Leonardo Bravo, Guerrero.

Hablar de lo local generalmente lleva a una discusión sobre el debilitamiento del tejido social ya sea por la acción de grupos criminales o por políticas de “mano dura” del Estado. Este argumento parte de la premisa que antes del incremento en la violencia existía un tejido social fuerte. No obstante, es necesario cuestionar a qué nos referimos cuando hablamos de comunidades y las implicaciones que ello tiene para entender las dinámicas de violencias locales.

Replantearnos la noción de comunidad obedece principalmente a que el concepto no parte de una posición neutral que únicamente describe a un grupo de personas en un territorio específico en un momento determinado. El concepto de comunidad lleva implícita una connotación normativa de tejido social e identidad compartida generalmente vinculada con lazos sociales fuertes y con capacidad de agencia en diferentes grados. Dada esta connotación normativa, el concepto excluye actores criminales y plantea el debate en una dicotomía falsa de “ellos” (los criminales) y “nosotros” (la comunidad). Al estudiar las violencias que ocurren en algunos territorios específicos es difícil encontrar evidencia de que existen comunidades robustas. De ahí que no podamos inferir que la violencia debilitó el tejido social y que éste excluyera actores criminales. La historia es más compleja.

Tomemos el caso de Tijuana. Las colonias donde ocurre la violencia letal como Sánchez Taboada o Camino Verde son colonias que se encuentran excluidas de otros grupos sociales sino como parte esencial de la violencia estructural que viven de manera cotidiana. Es decir, son espacios que no fungen como mecanismos de protección sino de marginación.

Pero el análisis sería erróneo si sólo vinculáramos violencia con pobreza. Como lo propone Brodwyn Fischerx, los asentamientos informales y barrios pobres deben estudiarse más allá de sus carencias y como marcas desafortunadas y accidentales de los desarrollos urbanos. De acuerdo con Fischer las ciudades informales sobreviven porque sus habitantes vinculan sus destinos con las redes de poder y lucro de la ciudad formal. Por lo tanto, al concentrarnos sólo en las patologías de las colonias, hemos ignorado los procesos de ajuste con las dinámicas locales que han permitido su supervivencia.

En el caso mexicano, las colonias populares conformadas por asentamientos irregulares hacen uso del espacio público de una manera distinta a las colonias desarrolladas de manera legal y de un nivel económico medio-alto. De acuerdo con Emilio Duhauxi, en las colonias populares las calles pueden ser utilizadas para hacer fiestas, instalar mercados sobre ruedas (tianguis) y socializar. Sin embargo, los espacios públicos dentro de estas colonias también están regulados por costumbres de urbanidad que, para evitar conflictos vecinales, aceptan distintas formas de mala gestión de las calles y banquetas.

Por lo tanto, el incremento de distintas formas de violencia en las colonias difícilmente supuso la llegada de actividades que infrinjan la ley. Por el contrario, estos asentamientos irregulares, desde su origen y gestión, operan en una zona gris de legalidad que ha facilitado el desarrollo de otras actividades ilegales que pueden afectar de manera más evidente a los habitantes. Es decir, la operación del narcomenudeo en uno de estos barrios no es la primera expresión de ilegalidad sino una extensión de otras actividades que generan menor daño —como el comercio de bienes legales pero informal— en las colonias.

Los conceptos comunidad y tejido social, frecuentemente invocados, exigen ser cuestionados con mayor seriedad en el debate sobre inseguridad. Hablar de lo local requiere incorporar conceptos al debate como localidad o territorio a fin de describir áreas sin implicar la existencia de vínculos sociales fuertes o identidad común. Igualmente, para hablar de las dinámicas dentro de estos territorios, no podemos quedarnos en la “acción comunitaria” sino debemos pensar en actividades como la asistencia mutua o redes de intercambio recíproco que pueden generar momentos de colaboración, pero no necesariamente definen el desarrollo y permanencia de una comunidad.

Estos conceptos importan porque nos ayudan a entender de manera más clara cuál ha sido la relación de las y los habitantes con el Estado. No es lo mismo hablar de provisión de seguridad en territorios con tasas de homicidio altas y gran precariedad en los derechos de propiedad, a hablar de provisión de seguridad en áreas con tasas de homicidio altas, pero con certidumbre producto de negociaciones políticas y prácticas clientelares. A quienes habitan en la colonia Sánchez Taboada en Tijuana, y que han sido desplazadosxii en dos ocasiones, es difícil pedirles que denuncien la actividad delictiva en su entorno cuando se percibe al gobierno estatal como al principal responsable de su precariedad. De ahí la que las aproximaciones monolíticas, e incluso “chilangocéntricas”, para resolver la violencia en el país sean tan estériles.

Las piezas que faltan

Estas piezas del rompecabezas que ofrezco no son las esquinas que nos ayudan a crear el marco, sino las piezas olvidadas del centro que carecen de figura definida, pero son cruciales para que el rompecabezas se sostenga. La propuesta es simple, si cada año vamos a hablar de los homicidios en México porque estamos preocupados sobre la inseguridad en nuestro país, entonces también debemos tener otras conversaciones sobre las condiciones que permiten que sigamos acumulando muertes. Un insumo esencial es utilizar los datos que desde hace nueve años nos da la ENVIPE para conocer los miedos de las personas mexicanas ante la inseguridad y que ello guíe tanto el debate público como la asignación de los recursos.

Igualmente, propongo un debate serio sobre el nivel local que no suponga un tiempo pasado donde hubo tejido social fuerte que fue destruido como resultado del incremento en la violencia. Si vamos a hablar de homicidios, no podemos cada año tras el anuncio del INEGI, hablar de Yucatán como la Bélgica de México y lamentarnos por los habitantes de Irapuato o la ciudad en turno con mayor número de muertes. El análisis sobre la violencia letal pasa necesariamente por entender las condiciones que facilitan los homicidios incluyendo otras formas de ilegalidad que han debilitado la procuración de justicia años antes de la impronta contra el crimen organizado.

En el momento que aceptamos pasivamente que las muertes no importaban por ser de supuestos criminales también enterramos la empatía, la rabia e indignación que deberíamos sentir por todas nuestras personas muertas, desaparecidas, y nuestras fosas comunes. Abandonemos el discurso de que se matan entre ellos y busquemos las piezas que nos faltan para encontrar a las más de 60,000 personas en México que no han vuelto a casa.

* Cecilia Farfán Méndez dirige el departamento de investigación sobre seguridad en el “Center for U.S. – Mexican Studies”, es experta crimen organizado y en la cooperación entre México y Estados Unidos en materia de seguridad.

i Otra conferencia de las 7. Disponible aquí.

ii Entender nuestra(s) violencia(s), el primer paso (Parte I y II). Disponible aquí.

iii Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) 2019. Disponible aquí.

iv Retrato de Culiacán, Ricardo E.M.Tatto. Disponible aquí.

v Las entidades federativas con mayor portación de armas donde la víctima estuvo presente fueron Tabasco, Ciudad de México y el Estado de México. Disponible aquí.

vi Los datos por ciudad son de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) también realizada por el INEGI. Disponible aquí.

vii Disponible aquí.

viii Frente al crimen organizado: desmantelar, pero también prevenir, Pablo Vázquez Camacho. Disponible aquí.

ix Seguridad humana y violencia crónica en México: Nuevas lecturas y propuestas desde abajo, Gema Kloppe-Santamaría, Alexandra Abello Colak (Editoras). Disponible aquí.

x Cities from Scratch: Poverty and Informality in Urban Latin America, Brodwyn Fischer, Bryan McCann, Javier Auyero (Editores). Disponible aquí.

xi The Informal City: An Enduring Slum or a Progressive Habitat, Emilio Duhau. Disponible aquí.

xii Nuevo desastre y otra reubicación. Disponible aquí.

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