En defensa del Sistema Acusatorio: Tomarse la Justicia Transicional en serio

Feb 5, 2020

Jorge Peniche
Texto publicado originalmente en Animal Político

Esta entrada presenta un entramado de vivencias personales y, a la vez, convicciones normativas sobre qué debe reunir un auténtico proceso de justicia transicional, particularmente en el pilar juicios penales; tal vez por ello presenta mayores complicaciones para escribir. Va de entrada este necesario disclosure.

Mi generación –aquella que ronda entre los 27 y 33 años– es hija del sistema acusatorio en México; quizá la primera. La historia es conocida: el 18 de junio de 2008 se publicó el Decreto por el que se reformaron diversos artículos de la Constitución Federal,1 estableciendo el andamiaje que configuraba un sistema procesal penal de corte acusatorio (NSJP), aunque también realizando cambios en la visión de las finalidades de la pena y un importante paquete que configuraba un régimen de excepción para el combate a la delincuencia organizada. Una pugna con saldos mixtos entre democracia y autoritarismo.2

Independientemente de ello, la modificación, junto con las reformas constitucionales de 2011 en materia del juicio de amparo y de derechos humanos, es caracterizada como una de las enmiendas más trascendentales realizadas en la Norma Fundamental en más de 100 años. ¿Cómo no serlo? La reforma, con todos sus claroscuros, sentaba las bases para mudar de un sistema mixto de corte inquisitivo a un sistema, mal que bien, acusatorio de corte adversarial basado en la oralidad. México contaba con ocho años para lograr la transición a este modelo.3

No es este el espacio para detenerse aquí a hablar de todos y cada uno de los cambios que se gestaron. Van solo tres notas: (i) medularmente, se abandonaba la tradición inquisitiva y del juez instructor para gestar un proceso fundado en la idea de la contradicción y control ante las partes, así como la separación entre funciones investigadoras y adjudicadoras; (ii) la reforma se inscribió en el marco de un importante movimiento latinoamericano que abogó por esta transición a lo largo de la región y cuyo rol es muchas veces soslayado – lo que Máximo Langer ha caracterizado como la incansable labor de la “Red Activista de Expertos del Sur”4 y (iii) quizá en tensión con el punto (ii) es innegable la influencia del modelo estadounidense en la configuración de este sistema, el cual fue exportado, principalmente, por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) como requisito para la promoción de la democratización y crecimiento económico en la región.

Vuelvo al lado personal. El reloj constitucional empezó a correr. Año y medio después de que Felipe Calderón lanzara la “Guerra contra la Delincuencia Organizada” (diciembre 2006), iniciaba de forma paralela el que es sin dudas el proceso más ambicioso de capacitación, entrenamiento e inversión emanado de una reforma para el acceso a la justicia en el país.

Por un lado, el proceso se centró en capacitar a actores (jueces, defensores, agentes del Ministerio Público y abogados particulares) con ya varios años trabajando en el “viejo sistema” –a ellos les tocaría operar transitar el NSJP en sus primeros años: al final, se terminarían armonizando en este proceso 352 leyes locales, 2,800 instalaciones serían adecuadas o construidas y se capacitaría a casi medio millón de funcionarios.5

Sin embargo, y sin negar la valiosísima labor realizada en el primer rubro, las baterías se centraron en las nuevas generaciones. El Tecnológico de Monterrey primero, el propio Instituto Nacional de Ciencias Penales (INACIPE) en alianza con USAID y, por último, la Comisión Nacional de Tribunales Superiores de Justicia de los Estados Unidos Mexicanos (CONATRIB) invertirían recursos y esfuerzos en capacitar a jóvenes estudiantes de derecho de todo el país mediante competiciones de destrezas en litigación oral que emulaban los moot courts predominantes en las universidades estadounidenses y que sirven para curtir a sus estudiantes en la práctica de la sala de audiencias.

Esta generación vivió una paradoja interesante: veía el viejo sistema de lejos y aunque estaba en contacto con él y conocía de sus falencias, no lo traía en el ADN –con el perdón de la expresión. Había una convicción que se le repetía en cada jornada de capacitación o competencia: serían ellas y ellos los encargados de consolidar un sistema con una robusta tradición democrática de corte garantista; sabían también que a un simple sistema de justicia penal en aislado no se le pueden colgar todas las aspiraciones para la reducción de la criminalidad y la impunidad. La tarea pasaba por labores de prevención y, sobre todo, la profesionalización de la investigación y eliminar los perversos incentivos de la corrupción. Muchas de esas personas, por cierto, ocupan ya puestos destacados en fiscalías y equipos de defensa federal y locales. La apuesta rindió frutos.

Sabía también esta generación los riegos de la tentación al modelo autoritario que se vendrían en los años posteriores. Tras el Estado de derecho espera el Estado de policía, siempre dispuesto a recuperar el espacio que pareció perder, invocando estados de excepción o emergencias justificantes, como ha apuntado Eugenio Zaffaroni, ahora juez de la Corte Interamericana.6

Esto lo sé porque fui, de manera afortunada, beneficiario directo de esos esfuerzos. Los caminos me llevaron por otro lado a enfocarme con mayor detalle en la justicia transicional y, particularmente, su intersección con el derecho constitucional y el derecho penal internacional. Sin embargo, estas lecciones me han acompañado después de casi 8 años.

Primero, porque el NSJP me empujó directamente a la justicia transicional por coincidencia y por interés. Una beca derivada de estas competiciones me llevó a asistir a un diplomado en Impunidad y Justicia en Estados Unidos y, de manera mucho más importante, me confrontó con un cuestionamiento central al ser expuesto a la dura cuestión de la impunidad por crímenes internacionales y violaciones generalizadas y sistemáticas a derechos humanos:

Si hay una expectativa razonable de que los sistemas de justicia penal sirvan para perseguir toda una serie de conductas, al estimarlas reprochables, la pregunta por mayoría de razón sería entonces qué tienen que decir estos sistemas frente a aquellas conductas que laceran de la forma más detestable la conciencia de la humanidad. El no permitir la irrupción del derecho en estos escenarios críticos parecería un contrasentido.7 Si éste se rinde ante estas situaciones entonces parecería que acepta que ellas no pueden ser disciplinadas normativamente;

La persecución de atrocidades sistemáticas trata pues de la empresa más importante que los sistemas jurídicos enfrentan.

Mucho se ha escrito en estos días sobre la gravísima regresión que representaría la reforma que ha sido filtrada y que parecería estar abanderada por la Fiscalía General de la República. Ahí están los textos, entre otros, de Alejandro Jiménez Padilla8 y Aranxa Bello.9

Me parece, sin embargo, que poco se ha reparado en cómo esta posibilidad pone (todavía más) en jaque la viabilidad del sistema de justicia penal mexicano para enjuiciar las graves violaciones a derechos humanos cometidas en estos años.

Habría que empezar por aclarar, sin tapujos, que esta reforma, de avanzar, reñiría frontalmente con una visión de justicia transicional. Sobre todo, a raíz de que el gobierno ha señalado, según declaraciones de la Secretaría de Gobernación, que se encuentra implementando ya una política de esta naturaleza. Ambas cuestiones no pueden ir de la mano.

Precisamente, las garantías de no repetición que promueve el campo se centran en erradicar leyes y prácticas que facilitaron la comisión de atrocidades. Se busca que el autoritarismo ceda ante la convicción democrática. La propuesta militaría en un claro sentido contrario.

Segundo y, de forma más importante, habría que reflexionar en cómo deben lucir las investigaciones y juicios que el campo promueve y cómo se cristalizarían ellas en un eventual caso mexicano.

En esencia, los juicios penales por violaciones graves a derechos humanos son la punta de lanza en los procesos contra la impunidad. Se trata así de una tarea que interroga no solo qué hacer sino cómo hacerlo para servir verdaderamente a los fines de la justicia transicional: reconocimiento a las víctimas, confianza cívica, reconciliación y restablecimiento del Estado de Derecho.10

De nuevo, el contexto a investigar y enjuiciar no es uno de criminalidad ordinaria. La situación macro criminal que abordan los juicios penales en la justicia transicional involucra escenarios donde hay un gran número de crímenes, miles de perpetradores y una cantidad masiva de víctimas. El sistema, de instituciones colapsadas o cooptadas, enfrenta así desafíos de capacidad y recursos.

Como señala el exrelator especial para Naciones Unidas sobre Justicia Transicional, Pablo de Greiff, el desafío que enfrentan los modelos transicionales no es solo el de “determinar la responsabilidad penal individual por transgresiones aisladas, sino también apuntar directamente contra las estructuras o redes que permitieron a los distintos actores cometer atrocidades”. 11

Se busca así que los juicios provean de una narrativa y explicación de los patrones de violencia y las cadenas de mando, sancionen a los máximos responsables de ésta y, particularmente, desmonten las estructuras criminales que facilitaron su comisión, incluyendo las de financiamiento y empresariales.

Existen tres áreas que catalizan los procesos penales en la justicia transicional y contra las cuales la reforma, de concretarse la información filtrada, iría en contra: (i) construir un sistema que recupere la credibilidad que hoy por no tiene dado el bajísimo desempeño en abatir la impunidad y entregar resultados; (ii) construir un sistema con capacidades para investigar de forma profesional y con sujeción a las reglas del juego democráticas las estructuras que han permitido una situación de violencia crítica y atrocidades y (iii) construir un sistema que mande el poderoso mensaje de que nadie está por encima de la ley, sobre todo, a las víctimas de atrocidades a quienes ese propio sistema les ha fallado.

Hay de sobra experiencias comparadas que abarcan y explican las razones para apostar por esos tres rubros.12

***

Aun recuerdo la anécdota del poderoso testimonio de una de las víctimas en el Tribunal Penal International para Ruanda, en el cual narraba la experiencia de una violación en la que uno de los perpetradores le decía que nunca nadie podría escuchar sus gritos. Al tomar el estrado, tomó una pausa, aclaró la voz, y al dirigirse al panel de jueces dijo con fortaleza: estoy aquí para declarar lo sucedido, en búsqueda de justicia y para que se escuche mi voz.

Ese poderoso mensaje mandan los juicios por atrocidades; eso ayudan a reestablecer y catalizar: la voz de miles de víctimas a quien se les han negado las avenidas de la justicia. Cualquier modificación al NSJP tendría que empezar por tomarse en serio este punto.

Hoy, seguramente, hay estudiantes de derecho en todo el país preparándose con convicción en las artes del llamado NSJP; seguramente ven también un país hecho pedazos por una crisis que involucra a 61, 000 desaparecidas, a madres que no dejan de buscarles, y más de 240,000 homicidios en 13 años y se preguntan qué puede hacer ese sistema por el que tanto hemos apostado para brindar un grado de justicia por tales atrocidades. Estoy seguro de que ellas y ellos se toman en serio la tarea titánica que esto representa, a diferencia de los tomadores de decisiones del presente.

Tengo la convicción de que estas y estos estudiantes se preparan para emular a un Justice Jackson, el Primer Fiscal Internacional en los Juicios de Núremberg, o mejor dicho a una Carla del Ponte o una Louise Arbour, fiscales en jefe de los tribunales ad hoc de Ruanda o Yugoslavia, y a Fatou Bensouda, Fiscal en Jefe de la Corte Penal Internacional, la primera mujer en ocupar ese puesto, y llevar a juicio a los máximos responsables de las atrocidades vividas en la llamada Guerra contra la Delincuencia Organizada.

Algún día. Por lo pronto, toca defender la visión garantista contra las amenazas que describía Zaffaroni y, desde luego, centrarnos en las reformas que verdaderamente importan, las que contribuyan a su consolidación.

* Jorge Peniche (@JorgePeniche6) es Fundador de @JTenMexico. Abogado y Activista. Maestro en Derecho Internacional con Enfoque en Teoría del Derecho e Impunidad por la Universidad de Nueva York.

Este texto está dedicado, con todo respeto y admiración, a quienes han entregado mucho de su vida profesional para que México cuente con un mejor sistema de justicia penal en beneficio del mayor número de personas posibles.

1 Artículos 16, 17, 18, 19 20, 21 y 22, las fracciones XXI y XXIII del artículo 73; la fracción VII del artículo 115 y la fracción XIII del apartado B del artículo 123 de la Constitución Federal

2 Sergio García Ramírez (2009): La Reforma Procesal Penal en la Constitución Mexicana. Disponible aquí.

3 Artículo segundo del Decreto de reformas.

4 Maximo Langer (2007) Revolution in Latin American Criminal Procedure: Diffusion of Legal Ideas from the Periphery. Disponible aquí.

5 Disponible aquí.

6 Eugenio Zaffaroni. El enemigo en el derecho penal. (2006).

7 Catherine Turner, VIOLENCE, LAW AND THE IMPOSSIBILITY OF TRANSITIONAL JUSTICE, 1 (Routledge, 2016)

8 Disponible aquí.

9 Disponible aquí.

10 Estas ideas son sintetizadas por el Primer Relator Especial sobre Justicia Transicional en su reporte sobre estrategias de priorización, disponible aquí.

11 Véase Informe del Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición – Reporte sobre las Garantías de no Repetición. Disponible aquí.

12 Destaca el reporte elaborado por The Open Society Justice Initiative: Options for Justice a Handbook for Designing Accountability Mechanisms for Grave Crimes, el cual analiza las distintas formas o modelos de justicia desarrollados para hacer frente a situaciones macro criminales.

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