Javier Garza Ramos
Texto publicado originalmente en Animal Político
La “nota roja” siempre ha sido ingrediente esencial del periodismo. Las noticias de crímenes o accidentes, cualquier cosa que suponga violencia o tragedia, ocupa espacios prominentes en noticieros de radio y televisión y en los periódicos y sitios web.
“If it bleed, it leads” es casi un mandamiento sagrado entre los editores de noticias locales en Estados Unidos.
“La sangre vende” es una máxima irrefutable para editores en México.
El problema es qué pasa cuando la nota roja deja de ser el accidente, la riña de cantina en la que alguien salió apuñalado, el asalto a una farmacia o la golpiza que un hombre le dio a su esposa.
Cuando hace década y media la nota roja se volvió el relato de cabezas humanas arrojadas en un bar de Uruapan, de cuerpos colgando de puentes peatonales en Nuevo Laredo, o balaceras a fiestas de jóvenes en Ciudad Juárez, ya no queda tan clara la conveniencia de abrir el noticiero o encabezar el periódico con sangre.
Durante década y media los periodistas en México hemos tenido que aprender, a prueba y error, que hay muchas formas de cubrir la violencia que ha azotado al país y que cada una tiene efectos más allá de nuestro control.
Podemos criminalizar a un joven detenido, tachándolo de sicario o asaltante o vendedor de droga sin respetar su presunción de inocencia, colgándole un estigma para siempre. Podemos dibujar una portada con la sangre de una persona baleada sin pensar en el impacto que eso va a tener en sus familiares. Podemos atribuir esta balacera a un cártel o aquel secuestro a otro cártel y luego recibir una amenaza o, peor, un ataque armado por lo que acabamos de publicar.
Comencé a vivir este proceso en 2006, como director editorial de El Siglo de Torreón justo cuando empezaba una embestida de narcoviolencia que ahogaría a la Comarca Lagunera durante los años siguientes. En octubre de ese año publicamos en primera plana, a media página con foto destacada, la noticia del asesinato de un presunto vendedor de droga y su abogado. Era la novedad de las “ejecuciones” a plena luz del día que eran hecho común en otras partes del país, pero todavía no en La Laguna. Tomamos la noticia con el impacto de la novedad. Al cabo de unos años los homicidios eran tan frecuentes, uno o dos diarios, a veces cinco y días de más de diez, que cada caso se relegaba a una nota pequeña en interiores.
Pero la violencia se hizo tan común que su cobertura se volvió un asunto de rutina. Aun así, su impacto no ha bajado, la violencia todavía vende. Un error inicial que cometimos editores en todo el país fue enfocarnos en las víctimas de manera fría, con números. Los “ejecutómetros” se volvieron frecuentes, simples contadores sin contexto.
Lectores y televidentes justamente reclamaban que un diario o un noticiero le pusiera demasiada atención a la violencia, que le dedicaran tanto espacio a homicidios y balaceras. Pero luego analizábamos los índices de las noticias más leídas en el sitio de Internet y resultaba que en un día cualquiera, todas eran rojas.
Poco a poco comenzamos a dar contexto. Hace 15 años ninguna autoridad local llevaba estadísticas puntuales de crímenes en La Laguna y fuimos los periodistas locales los que empezamos a sumar los asesinados de cada día para decir que en un mes hubo tantos, y luego para medir cómo evolucionaban e informar qué tanto estaban aumentando. Hicimos lo mismo con robos y asaltos. Llegó un momento en que nos quedamos sin sinónimos para decir que los delitos habían subido. Pero al menos conseguimos darle contexto a las cifras.
Luego pasamos a las víctimas, a narrar algunas de sus historias. Empezamos a hablar de los impactos de la violencia en la comunidad: en la educación, la salud, la economía, la cultura, la vida cotidiana.
En el caso de la Comarca Lagunera, la violencia comenzó a declinar hace siete años y la tendencia a la baja se ha mantenido. Pero otras ciudades del país han visto aumentos considerables en homicidios, enfrentamientos armados, secuestros, asaltos.
La mayoría de estos hechos queda reportada en la prensa local; es sólo cuando su impacto rebasa ciertos indicadores (número de muertos, edad o género de las víctimas, cantidad o duración de balaceras) que brincan a los medios de difusión nacional en la Ciudad de México.
Sin embargo, estos mismos medios mantienen una visión “chilango-céntrica” porque un asesinato en el centro de Jalapa o de Irapuato no es lo mismo que uno en un restaurante de Polanco o la Condesa. Entonces despliegan tiempo en radio y televisión y espacio en periódicos y sitios web.
A veces los medios nacionales corren de una tragedia a otra. En La Laguna, este 2020 marca una década del año traumático en el que a la región llegaron las masacres indiscriminadas en lugares con bares o fiestas.
El 31 de enero de 2010, por ejemplo, 10 personas fueron asesinadas en el ataque a un bar de Torreón y la atención mediática no se hizo esperar. Pensamos que quizá esa atención iba a forzar a las autoridades a ponerse las pilas en la lucha contra grupos criminales. Pero entonces se supo de los jóvenes masacrados en la colonia Villas de Salvárcar de Ciudad Juárez ese mismo fin de semana y la atención se fue para allá.
El 14 de mayo de ese año otras ocho personas fueron asesinadas en otro ataque a un bar. Otra vez la atención de medios nacionales nos hizo pensar que La Laguna se convertiría en prioridad. Pero ese fin de semana se confirmó la noticia del secuestro del líder panista Diego Fernández de Cevallos y la atención se esfumó.
Cierto, los medios de difusión nacional han sido clave para visibilizar lo que ocurre en el resto del país, y para asegurarse que el resto del país sepa qué regiones están descendiendo sin remedio en una espiral de violencia. También han ayudado a examinar sus causas y a recoger los testimonios de quienes buscan justicia y no obtienen respuesta.
A lo largo de los últimos años, los medios de comunicación han sido en parte responsables por la forma en que la ciudadanía observa, asimila y entiende la violencia. Editores y reporteros tienen esa influencia a partir de acciones tan simples como escoger las palabras con las que van a redactar un titular.
Una de las primeras lecciones que aprendí en esta cobertura es que los delincuentes buscan controlar la noticia desde la misma forma en que cometen un crimen. Como si fueran editores, saben que una noticia se mide por impacto. Si matan a una persona y arrojan su cuerpo a la calle, la nota captará cierta atención. Pero si decapitan el cuerpo, habrá más atención. Y si mutilan el cuerpo habrá aún más.
El reto fue cómo decidir la publicación de este tipo de noticias sin amplificar de manera involuntaria las intenciones de los criminales. No es lo mismo titular una nota “Matan a un hombre”, que escribir “¡EJECUTADO!”.
Es en la elección de palabras, frase, fotografías, espacio en una plana, o posición en un sitio web o tiempo-aire en un noticiero que los periodistas moldeamos la forma en que el público entiende la violencia. En esa medida, es posible que hayamos contribuido a ciertas actitudes que han llevado a normalizar situaciones de horror. Si la dieta informativa diaria es violencia sin contexto, difícilmente vamos a entender de dónde viene y cómo cambia.
Por ejemplo, una razón por la cual el público no generaba empatía con víctimas era la tendencia a estigmatizarlas. “Se matan entre ellos” es un dicho frecuente entre consumidores de noticias que leen sobre la violencia cotidiana. Es la explicación que les evita profundizar en las causas.
La normalización de la violencia también ha llevado a un fenómeno que se empieza a ver en muchas comunidades: la sensación de que matar es muy fácil, de que conseguir un arma es muy fácil y de que es más probable que una persona se salga con la suya a que lo atrapen. En cierto sentido, tenemos que admitir que una gran causa de esa normalización de la violencia es por lo que se ve todos los días en medios de comunicación.
Por otra parte, los medios han servido para visibilizar situaciones de terror que de otra forma habrían permanecido ocultas. Muchos medios han dado voz a víctimas y sus familiares y han buscado explicar la violencia a partir de fenómenos que se observan en distintas comunidades, como la situación económica, la falta de red de protección social, la marginación, la rápida penetración de dinero oscuro en una ciudad, la corrupción política.
Contar la violencia, narrar las tragedias cotidianas requiere un esfuerzo constante y un aprendizaje continuo. Los periodistas mexicanos somos mucho más sensibles para hacerlo que hace una década, pero todavía nos falta mucho camino por recorrer. Estos son apenas algunas lecciones que creo hemos sacado de la cobertura de la violencia. Pero la evaluación sobre lo que hemos hecho bien y mal debe ser constante.
* Javier Garza Ramos (@jagarzaramos) es periodista en Torreón, Coahuila, donde conduce el noticiero Reporte100. Fue director editorial de El Siglo de Torreón durante los años de más violencia en la Comarca Lagunera y cuando el diario fue blanco de varios ataques. Ha capacitado a periodistas de México y América Latina en medidas de seguridad para cubrir el crimen.