Ximena Medellín
Texto publicado originalmente en Animal Político
La sociedad mexicana ha sido forzada a coexistir o, mejor dicho, a intentar sobrevivir con la presencia constante de la delincuencia organizada. El incremento exponencial de la violencia generada por estos grupos, en conjunción con la política contra las drogas impulsada desde hace más de una década por el Estado mexicano, ha impactado de forma cada vez mayor a la población. Torturas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos internos, violencia sexual; todos estos son términos que, desafortunadamente, han entrado en el vocablo cotidiano de nuestra realidad.
La violencia sin precedente que enfrentamos actualmente no es, sin embargo, desconocida en la experiencia internacional. México no es una isla. Muchos países han transitado o transitan actualmente por etapas profundamente convulsas, que se caracterizan por los ataques orquestados desde el poder estatal o no estatal en contra de la población. La delincuencia organizada es una de las realidades más constantes en el mundo. Ésta expande sus tentáculos para abarcar cada vez mayores mercados y actividades que generan un alto impacto humanitario, a la vez que se conecta con otros fenómenos aparentemente paralelos, tales como el terrorismo internacional.
En este contexto, la pregunta permanente es cómo se puede confrontar a los grupos de delincuencia organizada para transformar, a la larga, la realidad social. Las respuestas son múltiples y, en no pocas ocasiones, incluyen voces que llaman a la adopción de medidas extraordinarias que saldrían de una normalidad o regularidad del marco nacional o internacional de protección a derechos humanos. La lógica utilitarista de estos argumentos –sintetizada en la máxima si algo puede funcionar, por qué no habríamos de hacerlo– no considera el impacto que tendría a mediano o largo plazo la erosión de los límites y controles del poder público. Al mismo tiempo, esta lógica desconoce o malinterpreta un cúmulo de acuerdos internacionales que vinculan al Estado mexicano. Por eso, es importante explorar a más profundidad los regímenes normativos correspondientes.
En el derecho internacional público existe un marco jurídico específicamente aplicable a la delincuencia organizada transnacional. Según la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional –mejor conocida como la Convención de Palermo–, un “grupo delictivo organizado” debe estar conformado por tres o más personas, que tengan el propósito de comer ciertos delitos especificados por la propia convención, con el fin de obtener un beneficio económico o material. Junto con estos requisitos, se necesita también que el grupo sea estructurado, haya existido durante algún tiempo y actúe concertadamente por el objetivo de cometer aquellos delitos. Estos tres elementos buscan diferenciar los grupos de delincuencia organizada de otros conjuntos de personas que, aunque cometan un delito de manera coordinada, se han reunido solo de manera fortuita.
¿Por qué es importante esta definición? Porque de la misma depende la delimitación de las personas cuyas actividades delictivas pueden estar sujetas al régimen internacional de delincuencia organizada transnacional, el cual genera una serie de permisiones en favor de los Estados.
En contraste con una interpretación potente de los derechos humanos de fuente constitucional o convencional, las normas internacionales aplicables a la delincuencia organizada transnacional parecerían propiciar la utilización de medidas extraordinarias que, en su conjunto, generarían un régimen legal “especial” (más restrictivo) aplicable al combate de este fenómeno particular. Esta lectura desconoce no solo un llamado expreso de la Convención de Palermo al respeto de los derechos fundamentales de todas las personas, sino una característica intrínseca de la operación del derecho internacional público (en tanto el sistema normativo en que se inserta dicha convención).
Por su propia estructura, aquél debe ser interpretado buscando la armonía o coherencia de distintos regímenes funcionales, que pueden diferenciarse por el objeto o fin de sus normas. En este sentido, una disposición de la Convención de Palermo (régimen internacional aplicable a la delincuencia trasnacional) que llame por ejemplo a “procurar que al imponer condiciones en relación con la decisión de conceder la libertad en espera de juicio o la apelación se tenga presente la necesidad de garantizar la comparecencia del acusado en todo procedimiento penal ulterior” (artículo 11.3), no puede tampoco entenderse fuera o en contradicción con el marco de derechos humanos, según el cual toda la privación de la libertad debe estar justificada y ser analizada en el caso por caso. Es decir, la “permisividad” que genera la Convención de Palermo para que los Estados combatan de manera decidida la delincuencia organizada trasnacional no puede tampoco entenderse como un rompimiento de los límites del poder que establece el marco de derechos humanos, sino como un llamado a que, siempre dentro de ese marco, los Estados adopten las medidas más efectivas; incluso si las mismas se sitúan en extremos del ejercicio robusto de las potestades punitivas del Estado.
El régimen internacional de delincuencia organizada trasnacional también se entreteje, de manera importante, con otros marcos internacionales que se refieren al combate contra la corrupción, las formas modernas de esclavitud o el terrorismo. Este último ha captado cada vez más la atención, particularmente por su posible aplicabilidad en el caso mexicano.
Desde la propia Convención de Palermo, la comunidad internacional enfatizó el vínculo práctico que existe entre los grupos de la delincuencia organizada transnacional y las organizaciones terroristas. Esta misma posición se ha reiterado, de manera constante, a través de otros instrumentos internacionales y resoluciones del Consejo de Seguridad, que han servido para visibilizar la sinergia que se genera entre grupos y organizaciones en los mercados ilícitos de armas, especies exóticas, bienes culturales, energéticos o, incluso, personas. Todos estos mercados han sido identificados como fuentes esenciales del financiamiento que alimenta tanto a la delincuencia organizada como grupos terroristas, nacionales o internacionales.
Para comprender mejor estas posibles intersecciones es también interesante adentrarse, al menos inicialmente, en el marco jurídico internacional en materia de terrorismo. El mismo se compone por dieciséis instrumentos internacionales, así como otros tantos regionales, que se refuerzan además por resoluciones de órganos de Nacionales Unidas. A través de los principales instrumentos internacionales en la materia se establecen las bases para responder a escenarios específicos de terrorismo, tales como ataques contra aeronaves y aeropuertos o contra personas internacionalmente protegidas, prohibición de toma de rehenes, protección de materiales nucleares, seguridad en navegación marítima y de plataformas fijas a la plataforma continental.
Como se puede apreciar, a diferencia del marco sobre delincuencia organizada transnacional, los tratados internacionales vinculados con terrorismo no definen per sé a un grupo como “terrorista”. Tampoco se establecen los requisitos que deberían cumplir un colectivo de personas para ser calificadas como tales. Por el contrario, en materia de terrorismo, el análisis se debe centrar la calificación que se pueda hacer de la conducta desplegada por una persona o un grupo de personas, con las definiciones de actos terroristas incluidas en los tratados internacionales.
Estas precisiones ayudan a responder a otra pregunta que cada vez tiene más relevancia en el escenario mexicano: ¿puede un grupo de la delincuencia organizada cometer actos terroristas? Jurídicamente, la respuesta es tentativamente positiva. En los regímenes internacionales no parecería haber ninguna limitación normativa para que un grupo de delincuencia organizada transnacional sea, a su vez, tenido como perpetrador de actos terroristas.
Un posible obstáculo para esta calificación sería que, en el marco internacional, la definición de muchos actos terroristas requiere aún un vínculo con fines políticos; en particular, la presión para que las autoridades estatales realicen alguna conducta u otorguen una concesión o beneficio reclamado por el grupo que se atribuye el acto. Así, por ejemplo, en la Declaración sobre medidas para eliminar el terrorismo internacional (adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1994) explícitamente se centra en “actos criminales con fines políticos concebidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en personas determinadas (…).” Incluso normas internacionales más amplias en las que se matiza el vínculo político, se establecen otros límites normativos, como que el acto terrorista se realice en un conflicto armado y contra la población civil.
El debate sobre el carácter o motivaciones políticas de los grupos de la delincuencia organizada en México, particularmente en el contexto de uno de los cientos de ataques que se han perpetrado contra la población, sigue siendo un tema abierto que requiere explorarse de manera más detenida. En todo caso, aun si se llega a la conclusión de que los cárteles mexicanos no han cometido hechos calificables internacionalmente como terroristas, se debe reconocer que su proyección internacional hace cada vez más plausible que existan vínculos o intersecciones con otras organizaciones terroristas, los cuales deben ser considerados al diseñar la respuesta estatal e internacional frente a uno y otros.
Esta es solo una mirada preliminar a un complejo entramado normativo que debería también ser ya parte del debate en México. La realidad parece rebasarnos. Necesitamos fortalecer nuestra respuesta desde y con la experiencia internacional, mucha de la cual se concentra en los regímenes brevemente descritos. Al mismo tiempo, debemos rechazar cualquier lectura de estas normas que puedan llevar a una corrosión aún mayor de nuestras instituciones, así como de su capacidad de operar dentro de un marco de protección y respecto de los derechos humanos. El fuego no se combate con el fuego, al igual que la delincuencia y el terrorismo no se pueden combatir con la represión y el autoritarismo estatal.
* Ximena Medellín (@XMedellin) es profesora Investigadora Titular en el CIDE y parte del Consejo Asesor de @JTenMexico.